¡LA CUMBRE DE LA PASCUA: PENTECOSTÉS!
Culminamos, con la Solemnidad de Pentecostés, los cincuenta
días que han estado traspasados por el gran acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo. El pasado Domingo, en su Ascensión, nos quedábamos sin perder de vista el cielo y, a la vez, con el firme compromiso
de llevar adelante la tarea que Cristo nos encomendó. ¿Seremos capaces?
Hoy, como todo bebé recién nacido, gemimos por alguien que
nos empuje, que nos alimente o nos sostenga. Alguien que, en definitiva, nos vaya conduciendo por los mil caminos de la vida. ¿Quién es ese
Alguien? Ni más ni menos que el Espíritu Santo. El amigo más desconocido y más invisible. El amigo que más hace por nosotros y, por qué no
reconocerlo, al que menos sabemos agradecer su puntual y siempre
certera ayuda. El desacierto, el desasosiego, el desencanto y tantas cosas que acechan a nuestro lado, con su presencia, se convierten en alegría. La misma alegría que, los Apóstoles, sintieron al recibir –en compañía de María- ese torbellino de fuego y amor, de locura y de gracia, de
vida y de verdad que es el Espíritu Santo.
El Espíritu nos urge a velar por la unidad, a vivir en comunidad o –
por lo menos- a trabajar para que la comunidad sea un fiel reflejo del
inmenso amor que Dios nos tiene. Hermosa tarea para nuestra comunidad, y consecuentemente para nuestra vida personal y familiar.
Pidámosle al Espíritu que derrame sobre cada uno de nosotros
sus siete dones: sus dones de sabiduría y entendimiento, de consejo y
ciencia, de piedad, fortaleza y temor de Dios. Y que en nuestra vida ordinaria manifestemos los frutos del Espíritu: amor, paz, longanimidad,
bondad, fe, mansedumbre y templanza. Meditemos cada uno de nosotros en la importancia cristiana que tiene el vivir cada día de nuestra
vida en conformidad con los dones y los frutos del Espíritu, manifestando en nuestro comportamiento interior y exterior que somos hijos del
Espíritu, no hijos de la carne. Este debe ser nuestro propósito no solo en
el día de esta fiesta del Espíritu Santo, sino durante toda nuestra vida
Siempre es bueno recordar aquella leyenda del árbol engreído en
medio del desierto. Pensaba que, lo más importante, era él. Creyó, incluso, que sin su sombra agonizarían beduinos y ovejas que descansaban durante el recio sol por el día o dormían, durante la crueldad del
frío, por la noche. Pronto, muy pronto, aprendió una gran lección: valía
más, mucho más, el agua que el beduino echaba sobre sus raíces, cada
vez que recostaba su cabeza en la madera de su tronco, que toda la
sombra que le regalaba.
Así nos puede ocurrir a nosotros. Sin el Espíritu, sin su frescura,
sin su agua, sin su fuego, somos ramas secas, árboles sin fruto o con frutos dañados.