viernes, 3 de septiembre de 2021

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

 "HACE OÍR A LOS SORDOS Y HABLAR A LOS MUNDO"

5 de septiembre de 2021 (DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO)

Isaías 35, 4-7a ● “Los oídos del sordo se abrirán; la lengua del mudo cantará”

Salmo 145 ● ”Alaba, alma mía, al Señor”

Santiago 2, 1-5 ● “¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres como herederos del Reino?”

Marcos 7, 31-37 ● “Hace oír a los sordos y hablar a los mundo”

 

Salió del territorio de Tiro, fue por Sidón y atravesó la Decápolis hacia el lago de Galilea. Le llevaron un sordo tartamudo y le rogaron que le impusiera sus manos. Jesús lo llevó aparte de la gente, le metió los dedos en los oídos, con su saliva le tocó la lengua, alzó los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «¡Epheta!», que quiere decir «¡Ábrete!». Inmediatamente se le abrieron los oídos y se le soltó la atadura de la lengua, de modo que hablaba correctamente. Les encargó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo ordenaba, más lo proclamaban. Y en el colmo de la admiración decían: «Todo lo ha hecho bien, hasta a los sordos hace oír y a los mudos hablar».

 SORDOS Y, POR ESO, MUDOS

VER.-

Los sordomudos suelen ser personas que nacen con una sordera total. El hecho de no poder percibir ningún tipo de estímulo auditivo hace que les resulte casi imposible desarrollar el habla. Por eso, una persona sordomuda no tiene por qué padecer ningún trastorno en el aparato fonador y, en el caso de que llegue a oír gracias a una operación o a algún medio electrónico, esa persona podría también aprender a hablar.

JUZGAR.-

Ésta es la situación que hemos contemplado en el Evangelio de hoy: a Jesús le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar. Y Jesús realiza un signo que, como siempre, va más allá de la mera curación física de este hombre, un signo que también es para nosotros.

Porque nosotros hemos escuchado muchas veces, y sabemos, que tenemos que dar testimonio de nuestra fe, con palabras y con obras; o bien alguien nos ha cuestionado respecto a algún aspecto de nuestra fe, de la Iglesia… pero nos hemos quedado “mudos”, sin saber qué decir, qué responder.

Y, como en el caso de las personas sordomudas, ese no saber qué decir está provocado porque “estamos sordos”, porque no escuchamos debidamente al Señor. Quizá sí que oímos, pero en realidad no escuchamos.

Unas veces, nuestra sordera se debe a que nadie nos ha enseñado cómo escuchar al Señor, cómo leer y meditar su Palabra. Pero otras veces, lo que ocurre es que “nos hacemos los sordos” conscientemente: porque no dedicamos un tiempo de calidad a leer y meditar la Palabra de Dios, o no prestamos atención cuando se proclama en la Eucaristía, o no queremos participar en un Equipo de Vida para formarnos y conocer mejor la Palabra de Dios y aprender a aplicarla a nuestra vida, o ni siquiera preguntamos cuando no entendemos algo.

Esa “sordera” es la que nos impide luego “hablar”, dar testimonio de nuestra fe. Pero, sea cual sea el motivo de nuestra “sordera”, como el sordomudo del Evangelio podemos empezar a “hablar” de Dios sin dificultad, si dejamos que el Señor actúe en nosotros, como hizo con el sordomudo.

Jesús lo apartó de la gente a un lado. Si queremos que el Señor cure nuestra sordera, necesitamos “apartarnos de la gente”, buscar momentos y espacios para poder estar con el Señor para orar, para leer con tranquilidad su Palabra, para formarnos. No vamos a escucharle si estamos rodeados de ruidos, tareas, actividades, el móvil, el ordenador, la televisión, música…

Después Jesús le tocó. Y a nosotros también “nos toca”: lo hace en la oración cuando, sin esperarlo, se remueve algo dentro de nosotros; o cuando algún texto de su Palabra nos llama especialmente la atención; o cuando alguien nos invita a participar en algún Equipo o actividad de la parroquia.

Y por último, Jesús le dijo: Ábrete. Si hemos escuchado y nos hemos sentido “tocados”, tenemos que “abrirnos”, salir de nuestra cerrazón, de nuestra comodidad, de nuestro miedo… y responder a esa invitación para que también “se nos abran los oídos y hablemos sin dificultad”, y así dejar de estar “mudos” y podamos dar a otros un testimonio creíble de nuestra fe.

ACTUAR.-

¿Conozco a alguna persona sordomuda? ¿Ha podido aprender a hablar? ¿Me atrevo a “hablar” de Dios ante otros, o reconozco en mí alguna “sordomudez” respecto a la fe? ¿A qué se debe? ¿Sé escuchar a Dios o estoy rodeado de “ruidos”? ¿Busco el tiempo y espacio adecuado para orar, para meditar su Palabra, para mi formación cristiana? ¿Participo en algún Equipo de Vida? ¿Alguna vez me he sentido “tocado” por el Señor? ¿Estoy dispuesto a “abrirme”, a salir de mi comodidad y de mis miedos, viviendo en santidad para poder ser testigo, discípulo y apóstol, como el Señor nos pide?

Cuando empezamos a notar que físicamente nos vamos quedando sordos, acudimos al médico para empezar a ponerle remedio. Si descubrimos en nosotros algún grado de “sordera” respecto a Dios, acudamos también a nuestro “Médico”, Jesús: apartémonos de los “ruidos cotidianos” para encontrarnos con Él, dejémonos “tocar” por Él a través de la oración, de su Palabra, de otras personas, para dejar de estar “mudos”, y respondamos abriéndonos sin miedo a la misión que el Señor nos encomienda de ser testigos, de palabra y de obra, de su presencia entre nosotros.