PRIMERA LECTURA:
“No se enfade mi Señor si sigo hablando” (Génesis 18, 20-32)
SALMO:
”Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor” (Salmo 137)
SEGUNDA LECTURA:
“Os vivificó con Él, perdonándoos todos los pecados”
(Colosenses 2, 12-14)
EVANGELIO:
“Pedid y se os dará”
(Lucas 11, 1-1)
Jesús estaba orando en cierto
lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar,
como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis decid: Padre,
santificado sea tu nombre; venga tu reino; danos cada día nuestro pan
cotidiano; perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a
todo el que nos debe, y no nos dejes caer en la tentación». Y les dijo:
«Suponed que uno de vosotros tiene un amigo que acude a él a medianoche y le
dice: Amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje a mi
casa y no tengo qué darle; y que él le responde desde dentro: No me molestes;
la puerta está cerrada, y yo y mis hijos acostados; no puedo levantarme a
dártelos. Yo os aseguro que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al
menos para que deje de molestarle se levantará y le dará todo lo que necesite Pues
bien, yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os
abrirá. Porque el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama se le
abre. ¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una
piedra? ¿Y si le pide un pez, le dará en lugar de un pez una serpiente? O si le
pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis
dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a quienes se lo piden?».
NO SEAMOS IMPORTUNOS
VER.-
A todos nos ha pasado alguna vez: suena el teléfono, vemos quién nos llama, y resoplamos, porque sabemos que esa persona es muy pesada y nos va a ocupar un buen rato, sin que haya realmente nada urgente ni necesario de qué hablar. A veces, no respondemos a la llamada; otras veces, con resignación, respondemos pero por obligación, sin ganas de hablar con esa persona.
JUZGAR.-
Hoy la Palabra de Dios nos ha presentado a dos personas que podríamos
decir que son de ese tipo. En la 1ª lectura, parece que Abraham se pone pesado
con el Señor, repitiendo todo el rato lo mismo en una especie de regateo
interminable: Si hay cincuenta inocentes en la ciudad… Y si faltan cinco para
el número de cincuenta inocentes… Quizá no se encuentren más que cuarenta… ¿Y
si se encuentran treinta? ¿Y si se encuentran allí veinte? ¿Y si se encuentran
diez? Y también parece que Dios, como hacemos nosotros cuando hablamos por
teléfono con una persona pesada, va respondiendo cada vez: Perdonaré a toda la
ciudad en atención a ellos… No la destruiré si es que encuentro allí cuarenta y
cinco… si encuentro allí treinta… En atención a los veinte… a los diez, no la
destruiré… Y nos imaginamos a Dios pensando como haríamos nosotros: “Que acabe
de una vez este pesado…”
Y en el Evangelio hemos escuchado una parábola sobre dos amigos, a uno
de los cuales se le califica como “importuno”, es decir, molesto, “pesado”, porque
durante la medianoche fue a pedir tres panes al otro, que ya estaba acostado.
No se le ocurrió caer en la cuenta de la hora que era, ni que el otro estaría
descansando junto con su familia; necesitaba algo y lo pidió, sin más. Pero aun
así, a pesar de esa importunidad, el amigo se levantó y le dio lo que
necesitaba.
La Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre cómo es nuestra
oración para ver si somos importunos, “pesados” con Él. No es que no tengamos
que pedirle lo que pensamos que necesitamos; de hecho, Jesús así nos lo ha
dicho en el Evangelio: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os
abrirá. El problema es nuestra actitud, cómo dirigimos a Dios nuestras
peticiones.
Porque muchas veces caemos en lo que denunció Jesús, en el texto
paralelo al que hoy hemos escuchado: Cuando recéis, no uséis muchas palabras,
como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso (Mt 6,
7), y nos ponemos a pedir con un reguero interminable de palabras. Por eso
Jesús nos dice cómo debe ser nuestra oración para no ser importunos, “pesados”:
Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino… El Padre
nuestro, la oración dominical, si somos conscientes de lo que estamos diciendo,
encierra en sí todo lo que necesitamos pedir a Dios. San Agustín lo expresó
admirablemente en su “Carta a Proba” (Oficio de Lectura semana XXIX): “el
cristiano, sea cual fuera la tribulación en que se encuentre, tiene en esta
petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabas con que empezar su
oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar
dicha oración. Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea
antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara
de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su
intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración
dominical, si hacemos la oración de modo conveniente”.
El Señor hoy nos invita a no ser
importunos sino a cultivar una oración sencilla pero verdaderamente confiada:
porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le
abre. Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?
Porque el Señor “pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad
de desear, para que así nos hagamos capaces de recibir los dones que nos
prepara”, y que nos otorga por su Espíritu.
ACTUAR.-
¿Cómo reacciono ante personas importunas, pesadas? ¿Reconozco que yo
también actúo así? ¿En mi oración soy importuno con Dios o confiado? ¿Pido el
Espíritu Santo y sus dones en mi oración?
Procuremos no ser importunos con
Dios en nuestra oración, sino sencillos y confiados. Para ello, oremos de forma
pausada el Padre nuestro, que sintetiza todo lo que necesitamos pedir, porque
“una cosa son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y
continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y
que oró largamente. Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería;
pero que no falte la oración prolongada mientras persevere ferviente la
atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y
urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con
corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquél que nos escucha”.
(San Agustín, carta a Proba)