TIEMPO
DE SALVACIÓN, NO DE CONDENACIÓN.
Nos
acercamos al final del Año Litúrgico y las lecturas nos hablan del final de los
tiempos en un lenguaje típico de la literatura apocalíptica. En otros tiempos
este estilo propio de los tiempos finales era aprovechado para recordar que
podría llegar en cualquier momento el fin del mundo, para el cual teníamos que
estar preparados y evitar así el castigo eterno.
Sabemos,
sin embargo, que no hay que actuar por temor, sino por amor a Dios.
El
Evangelio nos dice que estemos atentos a la higuera, es decir a los signos de
los tiempos, de los que hablaba el concilio Vaticano II. El Hijo del Hombre,
figura que aparece en el profeta Daniel y habla de aquél que vendrá sobre las
nubes del cielo, reunirá a los elegidos de los cuatro vientos. Por tanto,
vendrá a salvar y no a condenar. El juicio será para la salvación no para la
condenación.
En
los evangelios Jesús se atribuye a sí mismo este título mesiánico. Lo dice bien
claro la Carta a los Hebreos cuando habla de la ofrenda de su propia vida, que
Cristo ofreció por nuestros pecados de una vez para siempre. Desde entonces
introdujo el perdón de los pecados, como regalo perpetuo que Dios nos hace. Los
sabios según Dios y aquellos que enseñaron y practicaron la justicia brillarán
por toda la eternidad.
Dios está a favor nuestro. La Palabra de Dios de este domingo
nos hace una llamada a reavivar nuestra confianza en Dios y nuestra
responsabilidad en hacer de éste el mejor de los mundos posibles. Una vez más
constatamos que Dios está a favor nuestro, que cuenta con nosotros para
construir el Reino de Dios ya desde ahora. El futuro que nos aguarda no es
terrible, sino gratificante y feliz.