Llegados al último domingo del tiempo ordinario, como culmen del año litúrgico, celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Con esta celebración la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada en Cristo, Él es el principio y el fin de la historia, el alfa y la omega. Y al concluir un año litúrgico más,
contemplamos a Cristo como Rey y Señor de todo el mundo.
1. Jesucristo es el único rey. En el Antiguo Testamento había tres estamentos
considerados como los pastores de Israel: los sacerdotes, los profetas y los
reyes. En un principio, Israel no tenía rey. A la llegada a la Tierra Prometida,
tras la salida de la esclavitud de Egipto, los israelitas eran gobernados por los
jueces, hombres que Dios elegía cuando surgía algún problema en el pueblo.
Dios era considerado el rey de Israel. Así, a lo largo del Antiguo Testamento,
podemos encontrar numerosos textos en los que se proclama la realeza y la
majestad de Dios, especialmente en los salmos. Dios ungió un rey para Israel:
el rey Saúl. Después vendrán David y Salomón, y tras la división del Pueblo de
Dios, aparecerán los distintos reyes de Israel y de Judá. El Mesías prometido,
además de ser sacerdote y profeta, tenía que ser también rey. Por eso estaba
anunciado que el Mesías sería descendiente del rey David. Jesús es el Mesías
prometido, por eso decimos que Cristo es sacerdote, profeta y rey. De hecho,
Jesús es condenado a muerte precisamente por autoproclamarse rey de los
judíos. En el Evangelio de hoy escuchamos el momento en el que Jesús está
siendo interrogado por Pilato. “¿Tú eres rey?”, le pregunta Pilato, a lo que
Jesús responde: “tú lo dices, soy rey”. De hecho, en el letrero que mandó
poner Pilato en la cruz de Jesús con el motivo de su condena, estaba escrito:
Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Jesús es por tanto el único rey, no con tronos de gloria y con coronas de oro, sino colgado en el madero de la cruz y con
una corona de espinas. Un rey que no ha venido a ser servido sino a servir y a
dar la vida. Así es como el Mesías, el Rey de todo el mundo, ejerce su poder:
desde el servicio y la entrega por amor a todos.
2. “Mi reino no es de este mundo”. Al contemplar a Cristo Rey en su trono
que es la cruz y coronado de espinas, entendemos lo que Jesús mismo dijo a
Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. El Reino de Cristo, no sigue los criterios y los principios que rigen en este mundo. Pues mientras que los reyes y los señores de este mundo buscan ser servidos, Cristo se convierte Él en el
servidor de todos; mientras que los reinos de este mundo buscan en las guerras y en los conflictos la satisfacción de sus ansias de poder y de riquezas,
Cristo es un rey que trae la paz y la unidad de todos; mientras que los señores de este mundo viven en la mentira, en el rencor y en la avaricia, Cristo es
un rey testigo de la verdad, que trae la concordia y el perdón, y que nos enseña a vivir desde la sencillez y la humildad. Un rey, en definitiva, que se hace
esclavo y que da la vida por todos, hasta el punto de subirse al madero de la
cruz. Un rey incomprendido por este mundo, considerado como un absurdo
por los que tienen poder y autoridad en la tierra, pero que precisamente por
esto es el Rey del universo.
3. “Venga a nosotros tu reino”. Cada vez que rezamos el Padre nuestro, la
oración que el mismo Jesús nos enseñó, le pedimos a Dios que venga a nosotros su reino. Con ello, le pedimos a Dios que venga Cristo, el Rey del univer- so. Él nos trae “el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la
gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. Es necesario que también nosotros trabajemos por este reino. Cada uno de nosotros, desde nuestro lugar,
hemos de trabajar por el reino de Dios. Nosotros somos ese pueblo de reyes,
un reino consagrado a Dios.
No tenemos más rey que a Cristo crucificado.
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